Melquíades antes de Macondo: Crónica de un alquimista errante

Melquíades antes de Macondo: Crónica de un alquimista errante

Nadie supo jamás de dónde vino Melquíades, pero en los pueblos de la costa decían que antes de llegar a Macondo había navegado los siete mares y resucitado tres veces. Algunos lo vieron en Cartagena disfrazado de pirata sirio, vendiendo mapas falsos a los marineros borrachos. Otros juraban haberlo visto en La Habana, en una biblioteca abandonada, leyendo manuscritos árabes al revés mientras fumaba un tabaco que olía a guayacán quemado.

Una mujer que vendía limones en La Vega afirmaba con terquedad que Melquíades no era un gitano, sino un dominico renegado que había huido de un convento de Salamanca con un grimorio del siglo XIII, escrito en tinta de sangre de pulpo. Nadie le creyó. Sin embargo, todo cambió cuando un comerciante de Santiago, que decía haber tenido tratos con espíritus, mostró un viejo retrato suyo: Melquíades posaba con una mirada severa, rodeado de autómatas hechos con relojes rotos y plumas de cuervo.

Era un hombre que se marchaba sin despedirse y volvía como si no se hubiera ido. Llevaba los bolsillos llenos de piedras imantadas y pequeños frascos con lágrimas de santos disueltos en mercurio. Decía haber vivido en Persia durante el reinado del Sha invisible, haber escrito sonetos con tinta de sueños, y haber visto cómo los relojes se detenían durante un eclipse total en El Cairo, mientras el tiempo bostezaba.

Fue en un carnaval de Barranquilla donde alguien escuchó por primera vez que Melquíades iba camino a un pueblo llamado Macondo. Decía que allí los niños aún creían en los duendes, que los muertos no sabían que estaban muertos, y que el olor del cacao recién tostado podía curar el olvido. Alguien más, un tamborero ciego de San Basilio, aseguró que Macondo era una palabra que Melquíades había inventado para no decir “paraíso”.

Su llegada a Macondo fue una repetición anticipada de su leyenda: un baúl lleno de imanes, catalejos y daguerrotipos que mostraban ciudades que aún no existían. Fundó sin querer una nueva ciencia que no servía para nada, pero que hacía soñar a los niños, y dictó pergaminos indescifrables en sánscrito para que el tiempo no se agotara.

Melquíades murió muchas veces. Pero cada vez que alguien en América Latina abre un libro de cuentos, hay quienes aseguran que se oye su risa —seca, antigua y sabia— saliendo de entre las páginas como un conjuro.

¿Existió?
Tal vez no. Pero, ¿quién en verdad existe cuando se vuelve leyenda?

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