La duda al final de El Extranjero
La novela El extranjero, del escritor francés Albert Camus, Premio Nobel de Literatura en 1957, siempre me ha parecido más que una historia sobre un crimen. Es un retrato de una sociedad rígida, moralista, que castiga más por cómo uno se comporta que por lo que realmente hace.
Meursault, el protagonista, no es condenado solo por matar a un hombre, sino por algo que, a los ojos del tribunal, resulta aún peor: no llorar en el entierro de su madre, por abandonarla a su suerte en un asilo, por tomar café con leche y por fumar justamente frente al cadáver. Esa frialdad, esa indiferencia, es lo que realmente lo pone en el banquillo.

Durante el juicio, se habla más de su actitud ante la muerte de su madre que del crimen mismo. Lo acusan de no tener alma, de no ser humano. Y eso, en esa sociedad que exige ciertas emociones adecuadas, lo convierte en un monstruo.
Camus, ahí, nos muestra una verdad incómoda: muchas veces, lo que molesta no es lo que hiciste, sino cómo te mostraste.
Ahora bien, el final del libro siempre me ha dejado pensando. Meursault parece aceptar la idea de la muerte, la espera, incluso la abraza con una especie de serenidad. Pero Camus nunca dice, con todas sus letras, que lo ejecutan. Termina la novela justo antes. Y, para mí, ahí está el truco. Hay un espacio para la duda, un silencio que nos deja decidir.
Desde mi punto de vista, quiero pensar que no murió. Que, a pesar del crimen, algo cambió. Que esa noche no fue su última. Quizás alguien intervino, quizás no lo ejecutaron. No lo sé, pero prefiero imaginar que quedó vivo, tal vez con otra oportunidad, aunque sea en el mismo absurdo que lo rodeó siempre.
Esa es una de las maravillas de la literatura: no todo tiene que estar dicho. Hay finales que se abren en vez de cerrarse. El extranjero es uno de esos libros que, aunque parecen fríos y secos, te dejan con una pregunta viva.
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