Las Cavernas: relato de Gerson Adrián Cordero

Durante mi infancia, mi única ventana hacia el mundo anterior al colapso fue la voz de mi abuelo. No había libros suficientes, ni imágenes, ni registros confiables. Solo él, con su voz áspera y mirada nostálgica, me hablaba de un pasado inimaginable: un mundo bañado en verde, respirable, vivo.

pngtree-post-apocalyptic-city-illustration-deselant-town-background-picture-image_16152404-1024x1024 Las Cavernas: relato de Gerson Adrián Cordero

Decía que, antes, los árboles se extendían como mares en la tierra, que los ríos eran espejos móviles donde bebían los animales salvajes, y que la gente podía salir sin máscaras, sin miedo. Me hablaba de ciudades tan altas que rozaban las nubes, de mercados llenos de frutas que jamás he probado, y de risas humanas que no estaban manchadas por el temor.A veces dudo. A veces pienso que todas esas historias no fueron más que cuentos para niños. Dulces mentiras para dormir mejor. Pero si fue así, entonces bendigo esas mentiras, porque imaginar aquel mundo fue lo único que alguna vez me dio esperanza.

Ahora vivimos bajo tierra. Nuestras vidas transcurren entre muros de piedra y acero, respirando aire purificado por filtros centenarios y bebiendo agua destilada por sistemas que nadie recuerda cómo reparar. Nuestra colonia está formada por ocho cavernas interconectadas, unidas como los dedos de una mano que se aferra a la última oportunidad de la humanidad. En el centro de esta red subterránea se encuentran nuestros espacios comunes: la biblioteca, el centro de aprendizaje, el dispensario médico, y un parque oxidado con juguetes que, según dicen, alguna vez provocaban risa.

La colonia es nuestra única seguridad. No hay libertad sin consecuencias. Las salidas hacia la superficie están restringidas. Nadie puede salir sin el permiso de los ancianos, y aquellos que lo hacen sin autorización son juzgados como si hubieran atentado contra todos nosotros. Porque aquí, un solo error no lo paga el individuo: lo paga la comunidad entera. La muerte de uno puede ser la condena de cien.Vivimos como una familia. Una extraña familia, unida no por la sangre, sino por el miedo. El exterior es una ruina radiactiva.

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3d art illustration of explosion and destruction

Las ciudades que mi abuelo describía ahora son esqueletos oxidados, invadidas por hongos y niebla tóxica. Han pasado casi dos siglos desde que los “antiguos” —como los llamamos— se destruyeron entre sí con un fervor digno de una deidad cruel. Con bombas que perforaban la tierra, con gases que hervían los pulmones, con armas que desintegraban cuerpos enteros.Recuerdo cuando mi abuelo me leía crónicas antiguas sobre aquellas guerras. Imágenes deformadas de tanques, drones, explosiones que consumían el cielo. Yo, inocente, le preguntaba: “¿Por qué se mataban?” Y él, en silencio, respondía: “Porque pensaban que eso los haría más seguros”. La seguridad fue su condena.Según los cronistas, la Gran Destrucción duró apenas tres años. Luego llegó el silencio. Un silencio de polvo, muerte y sombras. Los supervivientes emergieron a un mundo hostil: la tierra era gris, los ríos estaban podridos, y el aire, en muchos lugares, se volvió veneno. Los animales morían en agonía, y los humanos comenzaron a olvidar lo que era vivir, dedicándose únicamente a sobrevivir. El hambre los llevó a la locura. Y la locura los llevó a prácticas que los ancianos se empeñan en erradicar de nuestras mentes. “Comer carne humana es una abominación”, repiten como un mantra. Las historias de aquellos oscuros días nos las cuentan alrededor del fuego, con voz grave y mirada firme, para recordarnos que en ninguna circunstancia debemos permitirnos volver a ese punto. El miedo a la repetición es el cimiento de nuestra moral.No estamos solos. Nuestros exploradores han encontrado otras comunidades. Algunas, como la nuestra, viven con dignidad, organizadas, cultivando en la penumbra, aprendiendo, resistiendo. Con ellas intercambiamos conocimientos, alimentos, semillas, medicinas. Pero no todos los que sobrevivieron conservan la humanidad. En los márgenes del mundo aún habitan los otros, los errantes, los que renunciaron a la razón. Se dice que en algunas regiones el canibalismo es ley, y por eso nuestros contactos con el exterior son siempre medidos, siempre armados, siempre con un ojo en el horizonte y el otro en la traición.

Las cavernas son nuestra fortaleza. Cada entrada está blindada, vigilada día y noche. Usamos armas antiguas, sí, pero no por gloria ni poder, sino por necesidad. Nos defendemos, no atacamos. Sabemos que los antiguos usaron su poder para dominar… Hasta que no quedó nada que dominar.La noche, aquí abajo, no es diferente al día. No hay estrellas, ni sol, ni lunas. Solo lámparas pálidas, el zumbido de los generadores, y la respiración de cientos de seres humanos que, a pesar de todo, aún sueñan.

Soñamos con volver a la superficie sin máscaras. Soñamos con una lluvia que no queme. Soñamos con oler una flor sin temor a morir. Si algún día regresamos a la luz… Ojalá no olvidemos nunca la oscuridad.

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Gerson Adrián Cordero (Luperón, Puerto Plata, República Dominicana, 3 de abril de 1991) es licenciado en Educación, mención Letras, egresado de la Universidad Nacional Evangélica. Posee diplomados en literatura, historia y cultura dominicana. Escritor, editor y promotor cultural, ha publicado novelas, poemarios y libros de cuentos. Sus obras están disponibles en Amazon. Es colaborador habitual de los medios digitales Acento.com y Alasunto.com. Dirige el Círculo Literario César Nicolás Penson y coordina el grupo Literatura Universal. Ha sido galardonado con el Premio Uneviano Nacional de Cuentos 2019 y fue reconocido como Joven Escritor del Año 2024 por el Taller Literario Virgilio Díaz Grullón de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Su relato Los cigarrillos recibió una mención de honor en el Primer Concurso de Cuentos La libertad y su precio, y fue incluido en la antología del certamen. Actualmente ejerce como maestro del Nivel Primario y Secundario del Ministerio de Educación.

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